Ayela, el hueco interior. Adentrarse en la caverna.

fotografía: Natalia Molinos


Lo que más me gusta de 
Hipogea. El hueco interior, de Aurelio Ayela en los Pozos de Garrigós,es la posibilidad de ensoñación que muestran sus tres instalaciones.  Desde el primer momento, en el que uno se adentra  hacia el interior de la roca, el misterio te envuelve. Has traspasado la puerta a otro mundo. Un mundo que se aleja del ruido y la vida cotidiana y que se va transformando en cada estancia, ayudado por el efecto de luces azules o rosas sobre las esculturas del artista.

Los Pozos son tres cuevas,  tres oquedades donde históricamente se almacenó agua, vital para una ciudad seca y con problemas en su suministro, un elemento imprescindible que sirve para conectar las tres instalaciones de este espacio sacralizado ahora a través del arte. Pero los Pozos son también caverna,  refugio ancestral que nos traslada a nuestros orígenes como humanos, al principio de la socialización, del arte, y también del concepto místico que posteriormente se desarrollaría en hipogeos, templos o cámaras funerarias que se adentraban en la profundidad de la tierra. En oposición al mito de Platón, en vez de intentar salir de las oscuridades e interpretaciones mentirosas de la caverna, Ayela en Hipogea nos introduce en ella con consciencia, mostrándonos verdades por medio de ardides plásticos.

fotografía: Natalia Molinos

Siempre sorprendente, Aurelio Ayela, nos hace en su instalación/instalaciones de los Pozos Garrigós de Alicante, adentrarnos en las profundidades de la tierra, ahondar desde la superficie al interior, en una quimera por encontrar un mundo olvidado, pretérito o, simplemente, ignorado. Además de las claras reivindicaciones que el artista realiza sobre nuestra malsana relación con la naturaleza, la metáfora del encuentro con el yo interno subyace en esta muestra invitándonos a buscar en nosotros mismos.

En este encuentro con lo interior, invade desde el primer momento la ensoñación que provocan las instalaciones, el razonamiento viene después, cuando analizamos lo que el artista exhibe en cada espacio. Al atravesar el primer umbral  ya nos adentramos en suave caída hacia el interior de la roca, al corazón de la montaña, de la tierra. Entonces, el misterio te envuelve. Has traspasado la puerta a otro mundo. La luz azul trastoca el ambiente de una instancia circular y cóncava en cuyo centro un árbol imposible y fosforescente se sitúa sobre una antigua acequia árabe. Y, por encima de este, sobrevuela una corona de hojas del mismo material refulgente que, al moverse ligeramente, produce una sensación ondulante, y, así, aún estando dentro de una cueva, hay un reflejo acuático que nos imprime la sensación de estar debajo del mar, con esa ausencia de sonidos urbanos, alejándonos de la realidad, de la superficie terrestre, del ruido de gente, aves, tráfico...  El artista nos sumerge en un imposible, la visión de un árbol ya desaparecido, el árbol de sándalo que un día existió, en el lejano archipiélago de Juan Fernández, hasta que la codicia humana lo hizo desaparecer en tan sólo un siglo, su madera utilizada para esculturas y objetos religiosos. Alrededor del muro que circunda la sala, un material fosforescente –como si se tratara de la savia del árbol o una raíz descontrolada que indaga por vías inesperadas- lo recorre adentrándose en los pozos siguientes, uniendo así los diferentes pasajes. 


fotografía: Natalia Molinos

La magia de lo ancestral nos hace recuperar el valor de la naturaleza, de lo primigenio. Ayela reclama con escrúpulos ecológicos al ser natural, a partir del ser que regresa a la caverna con más conocimientos, como en la historia de Platón, intentando liberar a los otros humanos que siguen cegados por la interpretación de simples sombras. Y así,  nos internamos aún más adentro, y llegamos a un espacio más alto y amplio -no hay que olvidar que estos Pozos fueron hechos para recoger el agua de la lluvia- . Su misión fue contener un líquido que siempre fue precioso para nuestra ciudad. Un tesoro básico para la subsistencia. Aquí encontramos una estructura de más de cuatro metros con un concepto místico, entre herramienta de trabajo y utensilio religioso. Por un lado, recuerda a ingenios fabricados para sacar tesoros de las profundidades -ya sea agua, crudo, o cualquier otro material de interés económico o vital-, por otro, se inspira en los míticos rodillos o ruedas budistas de plegaria, que remiten a la repetición e invitan a los visitantes a participar. Si la pieza anterior, el árbol, estaba realizado con un tronco real y papel, producto inherente al mismo, el metal configura esta estructura que nos lleva a pensar en las realizaciones del ser humano, como es la propia construcción de la religión. Los elementos de la naturaleza forman parte de la construcción atávica de nuestros miedos, esperanzas y mitologías. Pero esta escultura invita al juego, a la posibilidad de interactuar con ella. Un trípode gigante de cuatro extremidades que podemos atravesar por debajo, circunvalar o hacer girar sus rodillos en repetición sálmica… un paso más en nuestro camino del alma, en esa búsqueda al centro de nosotros mismos, paralelismo de la indagación del interior. Rotor nistágmico de Ganger, aprender mediante el juego, sin olvidar el humor, como juegan los cachorros para poder defenderse en la vida.

fotografía: Natalia Molinos

Y seguimos el hilo fluorescente de las paredes hasta el último pozo. En los antiguos templos, el sancta santorum, la última estancia, estaba dedicada a la divinidad, solo los indicados podían acceder a ella, los reyes, los faraones, los sacerdotes. Incluso en los inicios del arte, en el paleolítico, las cuevas más profundas eran las elegidas por los artistas para sus representaciones de bisontes y ciervos. En este hipogeo artístico, el sancta santorum, por supuesto, es esta última sala democratizada para todos, donde volvemos a encontrarnos una visión imposible, aquí, en los abismos de la tierra, en un espacio que fue de recogida de aguas, el artista nos presenta una columna de platos erigida quiméricamente en las profundidades del Mediterráneo.

fotografía: Natalia Molinos

fotografía: pressreader.com

Agua y tierra, espacios abisales que nos conectan con el ser natural que muchas veces olvidamos que somos. El artista nos abre a una nueva conciencia  en nuestra relación con nosotros mismos y nuestro entorno a través de un viaje esotérico y sorprendente, con humor e impactando a nuestros sentidos. Ayela es el hombre liberado del mito de la caverna, que vuelve para mostrar a los demás que la realidad que contemplamos no es más que una interpretación más, una de las muchas sombras que se reflejan. Entender la verdad exige un autoconocimiento  que, probablemente, al alcanzarse, colme nuestro “hueco interior”.

 

Natalia Molinos

 

‘Hipogea. El hueco interior’ de Aurelio Ayela, en el marco del II ciclo de arte y medio ambiente. a muestra del artista alicantino permanecerá abierta al público hasta el 15 de enero de 2022.


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